No podía dormir. Aquella tos y el dolor del pecho eran cada vez más insufribles.

Y sumido en el insomnio no hacía más que recordar….

Aquel día, bajando del tren, en la estación de Austerlïtz, con su maleta, sus 200 pesetas y su corazón lleno de ilusiones. Se veía subiendo la cuesta hacia la dirección que le habían recomendado para instalarse en la ciudad, un lugar de encuentro de artistas que Pablo había bautizado como “Bateau-Lavoir”, el barco lavadero.

La emoción al entrar en aquella casa, lugar de encuentro de casi la totalidad de artistas que pululaban por París en aquel ya lejano 1906. Allí precisamente había conocido a su amigo que a su vez le había presentado a todo los demás, incluido un tipo curioso llamado George Braque.

Huyendo del servicio obligatorio en el ejército, había salido de España con su pasión a cuestas.

Pintar.

Y había pintado. Aunque al principio para poder subsistir había tenido que trabajar dibujando para revistas.

Había pintado todo cuanto había querido. No lo que hacía ahora de lo que no estaba nada satisfecho. Había pintado todo un mundo nuevo, un mundo al que le había abierto los ojos su amigo Pablo. Un mundo que aunque descompuesto, guardaba la belleza entre aquellos trazos diagonales. La realidad vista desde todos los lados a la vez;  le había dicho una vez Braque.

No sentía añoranza de aquellos tiempos, lo había pasado mal económica y sentimentalmente.

Recordaba al amor de aquella época, Lucie Belin, de la que había tenido un hijo, George y del que tuvo que desprenderse y dejarlo al cuidado de sus hermanos en Madrid.

Pero Pablo, siempre Pablo lo había sacado de aquella situación, le ayudó a encontrar marchante y su obra empezó a venderse. Y Pablo se enfadó con él.

Él era así, Celoso de ser el número uno y cuando él había roto con el esquema que éste había implantado, y había empezado a poner color a sus cuadros, y collage, y a romper la cuadrícula diagonal  y hacerla vertical….

Recordaba exactamente el momento en que le había enseñado a Pablo su primer cuadro en el que color era un protagonista contundente, era un paisaje, una panorámica de Ceret, del pueblo donde lo había pintado. No tenía una cuadrícula fija, las líneas diagonales se cruzaban con las verticales en un caos completamente estudiado y medido.

Pablo se había enfadado mucho, de hecho estuvo mucho tiempo sin dirigirle la palabra. Pero el tiempo lo cura todo y su mentor había dejado el cubismo a un lado, como siempre, rompiendo esquemas. Y se había trasladado a un clasicismo vanguardista.

Pero él siguió siempre fiel a esa corriente artística y nunca la abandonó. Y había conseguido incluso su propio estilo al que todo el mundo denominó “cubismo sintético”.

Quizás esa rebelión colorista se debía a haber conocido al amor de su vida, Josette.

Todos esos recuerdos se agolpaban en su mente mientras el día empezaba a clarear.

Y  sintió nostalgia de no poder volver a España, de no haber visto a su hijo en veinte años…

Y la puerta se abrió y de pronto apareció su hijo, George había venido para verlo, enterado del estado en que se encontraba.

Fue su última alegría

Al cabo de dos días moría de tuberculosis.

Antes de cerrar los ojos había recordado la noche en que Marcel Duchamp lo había bautizado artísticamente.

-Monsieur José Victoriano González Pérez a partir de ahora se llamará Juan Gris.-