Mr. Hayworth esperaba sentado en un rincón de la cafetería.. Se tomaba un café solo, largo, no le gustaba el café que servían habitualmente. Ese café europeo, corto y aromático.Tampoco a decir verdad le gustaba Europa. Le parecía decadente, demasiados monumentos, demasiadas cosas viejas, demasiada tradición y en resumen mucha tontería con sabor a rancio.

Por supuesto París le parecía horrible, las calles estrechas y la gente, la gente era lo peor, tan educada que nunca podías adivinar sus pensamientos.

Mr. Hayworth, esperaba de todos modos, estar poco tiempo en la ciudad. Cerrar el trato que le había llevado allí y volver otra vez a Chicago. Mr. Hayworth era marchante, marchante de Arte, aunque a decir verdad el Arte no le importaba en absoluto.

De un tiempo a esta parte, el Arte se había puesto de moda. Todo el mundo con cierta capacidad adquisitiva y como signo de distinción compraba Arte o al menos lo que le señalaban como Arte.

Se había convertido en un símbolo de clase. Pero cuidado, lo esencial del Arte que se compraba es que fuera “moderno”. Una palabra vaga que definía un tipo de expresión un tanto extraña y a la vez un tanto enigmática. El Arte “moderno” no debía entenderse, para poder entenderlo se necesitaban unos conocimientos que poca gente alcanzaba. Solo un grupo de iniciados podían discernir que era Arte “moderno”.

Por cierto. Mr. Hayworth era uno de ellos. Y por ello estaba en París.

Estaba a punto de convertir en Arte “moderno” la obra de un chico del que le habían hecho llegar referencias. Un chico joven, apenas 26 años, huido de Yugoslavia al subir al poder el mariscal Tito.

Según los entendidos en Arte “moderno” aquel chaval autodidacta, plasmaba en su pintura todo el dolor y la rabia del exilio. La profunda opresión de los poderes fácticos y en resumen la futileza misma de la vida. Un poema.

Mr. Hayworth había visto su pintura, otra más de las cientos que observaba todos los días. Colores grises y azul cobalto entremezclados con lamparones de color negro  y el rojo manchando aquí y allá de una manera que hacía que el espectador acabara en un estado casi epiléptico.

Por fin, por la puerta del café, apareció la figura enorme de monsieur Lacine. Galerista, marchante, anticuario y transaccionista de obras de Arte de cualquier procedencia.

Buenos días Mr Hayworth le dijó, y enseguida  prosiguió sin más prolegomenos, ha visto la obra,? que le parece..?

A decir verdad, Mr. Hayworth había visto la obra pero, lo que más le había interesado eran dos cosas, la biografía del chico y el desconocimiento total de su obra y su persona en el mundillo del Arte.

Monsieur Lacine, he visto la obra. Me parece excelente, una genialidad. Me comprometo a hacer de ese chico una celebridad. Con mis contactos y montando una campaña publicitaria a su alrededor haciendo hincapié en lo más sórdido de su vida, conseguiremos que en un año, su obra esté en boca de todos.

Aumentaremos los precios rápidamente, antes de que se deshinche el interés. Luego veremos que pasa, quizás con un poco de suerte ese chico mantenga su fama y nosotros los beneficios. En caso contrario, lo dejaremos. Alguna Galería se hará cargo de él o tendrá que buscar otro oficio, terminó diciendo con una tibia sonrisa en los labios.

Al cabo de unos años. Aldelko Abramovic recordaba paseando por Ámsterdam donde vivía y trabajaba, aquellos tiempos en que le hicieron creer que era un genio, la ascensión y su fracaso como artista. Como tantos otros que, impulsados por los entendidos en Arte “moderno”, habían terminado en el mayor de los olvidos, eso si, habiendo llenado los bolsillos de aquellos personajes.

Le quedaba sin embargo, un pequeño orgullo, unas gotas de su sangre también las llevaba su sobrina Marina.