Madame Strauss y Madame de Caillavet tomaban cada día el té en casa de ésta última. Esas reuniones diarias, solían atraer también a gente de lo más dispar. Todos por supuesto, de la alta sociedad parisina.

Se reunían en el salón damas ociosas pertenecientes a la aristocracia o  caballeros que habían hecho fortuna en el comercio o en la industria, sus esposas e incluso, de vez en cuando, algún que otro artista famoso de aquel Paris de principios de siglo.

Podríamos decir sin lugar a dudas, que aquella estancia veía pasar a lo mejor y más granado de la sociedad.

Las conversaciones solían ser banales y a menudo versaban sobre los chismorreos que corrían por la ciudad. Era, en cierto modo, la crónica diaria de unos personajes que no tenían otra cosa que hacer.

Madame Caillavet por tanto, estaba orgullosa de poder acoger a todo ese tipo de gente y de que su casa fuera el punto de reunión, de referencia, en una sociedad que veía pasar los días, uno tras otro, sin ningún tipo de preocupación más allá que la de conseguir nuevas historias para pasar las tardes.

Uno de los asiduos a esas reuniones era un joven, hijo de un prestigioso médico, que no tenía una actividad conocida aunque decía querer dedicarse a la literatura. Despreocupado y extrovertido, era muy conocido en los ambientes mundanos. Escuchaba atentamente y rara vez opinaba.

Aquel día, era un día extraño, llovía y hacía frío. Quizás debido a eso, la reunión diaria se había reducido a la presencia de las dos damas y a la del joven. De pronto salió la conversación.

Las dos señoras comentaban su asistencia a la inauguración de la exposición de un nuevo pintor que parecía ser, estaba dando mucho que hablar en los círculos artísticos de la ciudad.

Ellas explicaban que tuvieron un desencuentro durante el acto con él autor tras la visión de una obra que tacharon de impúdica y vergonzosa. Una muchacha se desvestía delante de un caballero sin el más mínimo pudor, cosa que, a Madame Strauss  y a Madame de Caillavet les pareció una vergüenza y así se lo hicieron saber al pintor autor de las obras.

Ante tal aseveración, aquel artista, un personajillo de aspecto ridículo pues no alzaba más allá de metro y medio y con unas piernas sumamente cortas para su cuerpo, se puso a gritar y a tildar a las señoras de malpensadas y alcahuetas pues no habían visto en su pintura más que todo lo contrario a lo que de verdad expresaba.

Simplemente, la esposa vistiéndose para ir con su marido al Teatro.

El joven al escuchar el relato desató una carcajada que sorprendió a las damas pues no era su forma habitual de comportarse.

¿Le parece gracioso lo acontecido Monsieur Proust? ¿Ese hombre dejándonos en evidencia delante de todo el mundo…?

No señoras, no. No crean que me río de ustedes, les contestó. Y prosiguió con un suspiro. Ay… Henri… no cambiará nunca. El señor Lautrec es el hombre más vehemente que he conocido, sobretodo tras haber bebido…