Como todos los días desde hacía más de treinta años, revisaba todas las Salas antes de cerrar. Hacía ya mucho tiempo que aquello se había convertido en una rutina casi inútil, apenas había una docena de visitas en todo el día. La mayoría de ellas, gente mayor que no se había acostumbrado a los nuevos tiempos,

Al cerrar la última puerta le vino a la memoria el día en que entró por primera vez en aquella Institución, la más prestigiosa de la Ciudad y también la más antigua. El museo que albergaba la colección de pintura y escultura más representativa de los últimos 1.000 años en el país. Obras que abarcaban desde la Alta Edad Media hasta la época dorada del Arte autóctono de finales del XIX y principios del XX.

En aquellos tiempos, las visitas no eran demasiado numerosas tampoco, pero se había conformado un Plan para remodelar el edificio y su estrategia museística para hacer del lugar una referencia en la ciudad.

Y al cabo de poco tiempo, aquello se hizo realidad. Se dividieron las secciones, se ordenaron las Salas por estilos y épocas y se terminaron agrupando en el mismo lugar, todas las obras que hasta entonces estaban esparcidas por diferentes recintos de la localidad, la mayoría de ellos inadecuados pero adaptados por las circunstancias y la falta sobretodo de un verdadero plan cultural en la ciudad.

Y resultó que daba gusto pasearse por el museo y ver un orden y una lógica expositiva. que hasta entonces no había existido.

Y aparecieron nuevas herramientas. Un mundo tecnológicamente nuevo en que la imagen y su manipulación lo eran todo.

Con el deseo de atraer cada vez a más y más público, el museo intentó adaptarse a los nuevos tiempos. Ya no solo era importante el contenido en sí, lo importante era llamar la atención en la forma de mostrarlo.

Aparatos de todo tipo que permitían imaginar multitud de situaciones al observar una obra hicieron que el público acudiera no solo por ver las piezas expuestas sino para, en cierto modo poder jugar con ellas. La palabra interactuar apareció en el vocabulario de los responsables de la Institución y a partir de entonces los límites desaparecieron y la imaginación con ellos. Los “visitantes-clientes” ni siquiera necesitaban observar las obras, paseaban por las Salas con la vista puesta en los aparatos que por un módico precio se facilitaban en la entrada.

El afán por abrirse al mundo a toda costa con la ayuda de la tecnología, supuso el mostrar el museo en cualquier formato, Sus obras se pasearon por todo el planeta y la necesidad de acudir a verlas en directo decayó proporcionalmente al aumento de visibilidad de las mismas.

La gente, cada vez más, perdió el interés por visitar el museo. La facilidad que daban los medios tecnológicos a su alcance para ver cualquier cosa por extraña, lejana o inaccesible que fuera, había hecho perder el interés por verla en la realidad.

Tal cantidad de información al alcance de la mano llevó consigo también la desaparición paulatina de las emociones. Bien se sabe que ese sentimiento humano va unido en muchos casos a la novedad, al descubrimiento de lo desconocido y ahora la sensación era que ya no quedaba nada por conocer. En cierto modo se había conseguido la igualdad total de pensamiento.

Nuestro personaje se dirigía a la última sala, en realidad no era cronológicamente la última, pero a él le gustaba, antes de cerrar la puerta y marchar a casa, observar un cuadro. Una obra de un pintor que nunca había sido reconocido excesivamente, Joan Ferrer Miró. La pieza tenía por título “Exposición pública de un cuadro”. Era verdaderamente la imagen exacta de lo que ya no volvería a suceder jamás.